La plaga ¿Cómo danzar en estado de pandemia?

Linamaría Martínez F. /

Revisando el archivo de fotos de google encontré la fotografía que me tomé contigo aquel 13 de marzo del 2020 cuando nos quedamos a solas por un momento, en ese cuarto del servicio de urgencias. En mi rostro una leve señal de trasnocho, la misma bufanda del día anterior, la blusa de manga calada. Tú reposas a mi lado, en una camilla, con el catéter puesto en tu brazo moreteado por los múltiples intentos que hacías de retirártelo y el forcejo de las enfermeras en retornarlo a su lugar, tu boca semiabierta, las fosas nasales ensanchadas, tu cabello gris dócilmente peinado por las caricias con las que pretendí domar tu exaltación, tus ojos cerrados apenas se pueden distinguir. En este mundo donde las imágenes se han convertido en requisito, evidencia o constancia, esa, nuestra imagen, la envié a mi jefe para explicarle porque ese día no había llegado a trabajar.

Yo, la última de la fila, la séptima de los nueve hijos, había sido la designada por mis hermanos para quedarme contigo esa noche. Esta era una situación novedosa para toda la familia, excepto por tus nueve partos, nunca habías estado hospitalizada. A mi hermano, que nos había trasladado a la clínica, al primero de la fila, le solicité que no se fuera esa noche, que acompañados todo sería mejor. El aceptó. Allí estábamos las puntas de la madeja que esta madre había tejido en su vientre. Esos eran los días del inicio de la plaga, cuando aún se desconocía como se comportaría el bicho, aquel que ya había empezado a cobrar centenares de vidas al otro lado del continente.

Para ese entonces, la única medida de bioseguridad implementada en la ciudad era el lavado de manos, comenzaban ya a escasear los tapabocas y los organismos de salud pedían a la población que no se abusara de la compra de estos, que se reservara su uso al personal médico. Quienes te habíamos acompañado durante los cuatro días que estuviste hospitalizada, nos ocupamos de desinfectarte las manos en medio de los delirios que te acompañaban por esos días. Delirios provocados por la baja de sodio que irrumpió y te condujo a esa crisis que ameritó hospitalizarte. En medio de ellos, emergía como en un diario de imágenes, tu rutina del día. Tus manos, esas que siempre estuvieron prestas a darnos sus caricias y calor, imitaban el ademán de lavar la ropa de papá. Tus ojos, buscaban a mi hermana para pedirle el café de las mañanas o solicitarle atender la puerta y brindarle una moneda o algo de comer, a quienes de tanto en tanto, pasaban por el barrio pidiendo ayuda. Y así seguía el día, en medio de los besos que le pedías a papá, llamándole por su sobrenombre, “Kilito poso, dame unos de esos besos rimbombantes”.

De sopetón, al mundo también le había sobrevenido una crisis, que nos obligaba a abrir los ojos, tapar la boca y cerrar los brazos. Todos debíamos sacar como bien pudiéramos, la valentía que cada quien tenía guardada y también la fragilidad que nos acompañaba. El espacio y el tiempo se transformaba de forma increíble. Cierres y aperturas. Los mandatos eran otros. Manos, ojos y boca se tornaron en las partes más sensibles de nuestro cuerpo. Las más peligrosas, las más cuidadas. Ha pasado un año ya desde aquellos días, cuando los medicamentos tenían tu cabecita plateada en territorios desconocidos, los gestos se quedaban posados en ti como en una eterna pausa y las palabras parecían haber entrado en huelga.

No quiero más médicos, dijiste un día, en una declaración de gobernabilidad sobre tu propia vida y sobre tu cuerpo. Desde entonces, ya no tomas más medicamentos que los estrictamente necesarios. Repentinamente llegan días en que tú locuacidad se pone el sombrero de fiesta y sale a danzar de nuevo. Retornan tus sabios consejos, los recuerdos, las palabras con las que me educaste y también aquellas con las que me censuraste. Supe, por ejemplo, del receso de tu huelga de palabras, cuando volviste a mencionar mi divorcio; eso que en otros momentos me generaba cierto tedio escucharte, esta vez fue motivo de alegría. Se lo conté a una amiga, le dije:  esta fue la prueba reina de su retorno.

Nos tocó aprender a danzar desde casa. Los primeros meses estaba absorta en encontrar los recursos médicos que requerías, porque si desde antes era un privilegio contar con una adecuada atención, ahora acceder a ellos era un artículo de lujo. Repartía el tiempo milimétricamente, entre escribirle correos electrónicos a médicos, mis dos trabajos, la finalización de los estudios de maestría, la desinfección del mercado, bañarme cuando llegaba de la calle, recordar a mis hijas el lavado continuo de las manos, preparar el almuerzo, atender las llamadas de mis hermanas que, en la soledad del confinamiento y con la novedad de asumir los cuidados de mi madre, elevaban un S.O.S de acompañamiento. Las visitas familiares de los domingos al hogar de mis padres, fueron reemplazadas por video llamadas, las que luego confesaste que no te gustaban:  mijita es que no sé si poner el oído, o mirar quien está en la pantalla, ¡todos hablan al mismo tiempo!

Y si, el bicho fue la lupa que mostró que hace rato el mundo estaba patas arriba, mientras un gobernante promulgaba tomar hipoclorito para combatir el bicho, otro invitaba a rezar y abrazar. Otros cuantos se debatían entre medidas de hipervigilancia y control, otro despotricaba en sus discursos contra: ¡esas mujeres que no se aguantan las canas y violan el confinamiento estricto para salir a la peluquería! Y por el estilo una lista interminable. Algunos gobernantes parecían sacar sus planes de intervención de una película de ficción, otros de una comedida y no faltaba quien convirtiera su alocución presidencial de cada noche, en el remedo de un mal programa de entretenimiento, diseñado para distraer a estúpidos televidentes.

La invasión de información de los medios de comunicación se hizo más evidente, y al igual que tú, mamá, ya no sabía dónde poner el oído y el ojo. Afuera los pregones de vendedores ambulantes desesperados por conseguir el sustento, gritos desgarradores de quienes pedían un plato de comida, las reuniones de trabajo de mi hija en el comedor y las mías en la habitación. Solía ocurrir que, la reunión de la una o la otra terminaba más tarde de lo previsto, lo que nos obligaba a colocar la video llamada en alta voz, para cocinar y atender el trabajo a un mismo tiempo. El nailon que dividía esas zonas era imperceptible. El reloj del trabajo parecía haber engordado.

Hasta los colores se habían mudado de lugar. El rojo de los labios de las muchachas, escondido tras los tapabocas, se trasladó a los trapos rojos en las ventanas de quienes con el confinamiento tenían las ollas vacías. El blanco de los manteles de los salones de banquetes, se refugió en los trajes tipo astronautas que vestían vigilantes, médicos y enfermeras, quienes, enfundados en ellos, hacían frente al bicho que camaleónicamente se mimetizaba en cada pico de la pandemia. El azul de los mares y los colores exóticos de los animales, poblaron al principio las redes de mensajería instantánea. Constancia del pequeño cese de la invasión humana.  No obstante, el arcoíris se desvaneció. Tristemente en su lugar, el negro del luto, comenzó a ocupar los perfiles y los estados de las llamadas “redes sociales”. La necedad del homo sapiens al parecer no tiene límite.

Un año ha pasado ya, en que la palabra acordeón pasó de evocar los ritmos vallenatos y se convirtió en una falacia, una estrategia del gobierno local y nacional para contener los contagios. Un afuera, un adentro ¿qué se encoge? ¿qué se expande? Los pronunciamientos de los representantes de los gremios médicos, clamaban por cierres de aeropuertos y del comercio en general; la generación de subsidios para salvar la economía; medidas más drásticas para la población indisciplinada. No obstante, para muchos, parecía ser que el tapabocas se había trasladado a los ojos, a las orejas.

Mientras tanto, tu ojo izquierdo, ese que tu declarabas era un caprichoso, te hacía malas jugadas creándote sombras en el camino. A tu pierna derecha, a la que llamabas tartamuda, decidiste cantarle con mi hermana una cumbia para que se animara a caminar sin frenarte la marcha. Tú te la apañabas madre mía, en medio de un encierro que te interrumpió las visitas cotidianas a la iglesia. Desde entonces, en lugar del encuentro con los vecinos del barrio, te hiciste a una nueva amistad, Fufus, la torcaza que llegó un día lastimada un ala y se quedó a vivir en la parte trasera de la casa. Ella recibía de tus manos cada mañana, las migas de un trozo de tu pan del desayuno. La ruta diaria a la iglesia del barrio cambió por tu ruta del comedor al patio de la casa.

En los barrios empinados de la ciudad, donde abundan las escaleras y las carreteras se convierten en una serpentina de una sola vía, una mujer de origen afro, convida a otras a hacer una olla comunitaria. En un canal regional, la veo contar su historia. Ella atribuye a su cuerpo robusto y fuerte, el haber encontrado empleo como ayudante de construcción. En su tierra, dice: hay pobreza, pero nadie aguanta hambre porque no es sino salir al campo y ahí está el banano, los mangos y esa palma maravillosa llamada mil pesos. La ciudad, a la que tuvo que llegar huyendo de las balas, le cambió el verde por el gris. Y ahora en tiempos de pandemia, ella menea con un potente cucharon los olores, que convidan a la unión.

Tu cuerpo menudo mamá, parió nueve hijos, siete de ellos vivos, igualmente nueve son tus nietos. Aunque ya no puedes acercarte a la estufa, sigues pidiendo que no nos vayamos de tu casa sin tomar, “aunque sea un cafecito”. Cuando te llamo y te pregunto si algo te duele, me respondes: ay mija, como decía papá, vejez que no me has de coger otra vez. Y antes de colgar te escucho reír al otro lado del teléfono. Al dolor, que ronda por ahí como perro callejero, tú lo acoges, lo lavas y le sacas las pulgas. Has logrado llegar a tus 88 años. Estas viviendo con nosotros una experiencia inédita en el mundo. Afuera, las mariposas danzan y el cielo se estremece esperando respirar de nuevo.

Linamaría Martínez F.

Producción realizada en el marco del curso « La escritura, un espacio para re-crearse y re-crear el mundo » – Nivel I.  Centro de estudios de genero de la Universidad de Antioquia. Medellín, Colombia.

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